A lo largo de tres encuentros, que tuvieron lugar entre abril y mayo, hemos recorrido el capítulo VII del Seminario 20, Una carta de almor, junto a Rosana Battaino, Germán Gaydou y Diego Villaverde.
Una carta de almor comienza con las fórmulas de la sexuación que tuvieron un tiempo previo de desarrollo conceptual. En Aun, Lacan vuelve sobre las pretendidas identificaciones sexuales, nombrándolas también como las “definiciones posibles de la parte llamada hombre y de la parte llamada mujer” brindadas por el lenguaje. Los seres hablantes se distribuyen en los valores sexuales presentados por las fórmulas, más allá de su sexo biológico.
Lacan utiliza el cuadro de oposición de juicios de Aristóteles para explicar las posiciones masculinas y femeninas, pero en lugar de partir del universal, lo hace del particular, que es el que permite ubicar la existencia. Así, plantea que existe Uno que dice no a la función fálica, excepción que permite fundar el conjunto del “todos” del lado masculino. Al faltar esa excepción, el lado femenino queda como conjunto abierto, “no-todo” en relación con la función fálica. Esto no implica que una mujer no pueda inscribirse del lado masculino, así como hay hombres que pueden colocarse también del lado del no-todo. Así, en esta repartición sexual, no están opuestos totalmente el “todo”, el “para todos” y el “no todo”. La mujer presenta tanto una duplicidad como cierta indeterminación en relación al falo, “no-toda” en relación con él. Así como del lado femenino no hay un significante que puede definirla “toda”, del lado masculino hay una imposibilidad lógica de verificar la identidad sexual, puesto que Lacan parte de la contradicción lógica existente entre el particular negativo como existencia excepcional y el universal afirmativo que dice “todos son”.
Un muro divide ambos lados en el piso superior, mostrando la irreductibilidad del goce propiamente femenino al masculino. Unas flechas permiten ciertos pasajes en el piso inferior. Al goce fálico, del lado masculino, le está reservada la castración y cuando pretende abordar el cuerpo del Otro, solo se encuentra con el objeto a. Del lado femenino se marca la división entre el goce suplementario y el goce fálico, aunque no está “toda” en dicha relación.
Lacan quiere adentrarse en las profundidades de ese goce que en razón de su forma, A tachada, no hay sobre él un saber; un goce del que no se puede decir nada, marcado por el sello de la ignorancia, como indica Miller en “Una repartición sexual”.[1] Se trata de ese Otro, que “…no es simplemente ese lugar donde la verdad balbucea, [sino que] merece representar aquello con lo que la mujer esta intrínsecamente relacionada, es radicalmente Otra[2]”.
Hallamos una de las claves de lectura del capítulo en torno a “coalescencia y escisión”. “La a pudo confundirse con la S(A/) (…) echando mano a la función del ser. Aquí queda por hacer una escisión, un desprendimiento. Allí es donde el psicoanálisis es algo distinto que una psicología, porque la psicología es esta escisión no efectuada[3]”. Pero no sólo la psicología lo es. Vivimos en esa coalescencia y basta hablar para sumergirse de lleno en el Lustprinzip, de la mano de la función del ser (de la ontología) y del andamiaje dispuesto desde antiguo por la filosofía aristotélica que impregnó occidente hasta irrupción de Galileo y la aparición de la ciencia moderna con su sujeto, el mismo que se gestó inicialmente como el sujeto del psicoanálisis.
En su creencia de que dos pueden hacer Uno, el amor confunde a y S(A/). Al aspirar alcanzar al Otro, se dirige al semblante de ser supuesto al objeto, a su alma. Almar, como expresa Lacan, es hacer del Otro Uno y allí “no hay sexo en el asunto”. El sujeto queda fijado del lado izquierdo de las fórmulas, trátese de un hombre o de una mujer, porque ellas también “alman el alma”. El lugar de la histérica es precisamente el de una mujer que lleva en su alma a “su hombre”, quedando situada del lado del para-todo-hombre, y por lo tanto sin querer saber nada de la brecha que existe entre el goce fálico y el goce Otro.
Los neuróticos sueñan, los perversos saben ¿sabe el Otro? Estas últimas consideraciones aparentemente nos han distanciado del amor, especialmente del “nuevo”, que aún sigue sin resolverse. Si el amor no es el amor de lo real del Otro, de lo real en el Otro, entonces es el amor narcisístico, el amor simbólico, el amor del símbolo que protege, y ése no es el colmo en los confines donde el amor se puede acercar al odio.
Al final de “Una carta de almor”, dice:
“[…] mientras más se preste el hombre a que la mujer lo confunda con Dios, o sea, con lo que ella goza, menos odia (hait), menos es (iest) −las dos ortografías− y como no hay, después de todo, amor sin odio, menos ama[4]“. Dice exactamente que cuanto más un hombre puede tomar de la mujer la confusión con Dios, menos odia, menos es, menos ama. En “Los usos del lapso”, Miller dice que esta formulación enigmática se aclara cuando hacemos surgir el término que se le opone, diciendo: cuanto más se presta a la confusión con el objeto a como real, más ama, más “odia”/”es” (“ha-i-t” /”e-s-f”), empujando al ser hasta lo real.
La carta de almor ciertamente no cierra la pregunta sobre el amor, dejando aún una respuesta elaborada… sin respuesta. Habrá que esperar hasta el final del último capítulo para que vuelva a abordarlo en términos completamente diferentes, de encuentro/reconocimiento de sujetos como percepción en el Otro de signos de un sujeto que afectan al ser hablante por un saber inconsciente, marcado por el exilio de las relación sexual.
Diego Ángel Villaverde
Responsable Seminario bianual
[1] Capítulo XIV de Elpartenaire-síntoma. Pág. 303 y ss.
[2] Seminario 20, pág. 98
[3] Ibidem. Pág. 101.
[4] Ibidem. Pág. 108.